CUENTOS ECUATORIANOS DE MIEDO

El cura sin cabeza

Por las calles de la ciudad ecuatoriana de Cuenca, vaga un espíritu que aterroriza y atormenta a sus habitantes. Dicen que es tan espeluznante, que su sola visión podría provocarte la muerte: se trata del cura sin cabeza.

Este hombre se encuentra condenado a vagar por el resto de la eternidad, a causa de lo mal que se comportó en vida.

Muchos años atrás, cuando el sacerdote vivía, se cuenta que era un hombre escandaloso y lujurioso; todo lo contrario a lo que debería ser un servidor de la Iglesia. Lo que más le gustaba era salir con las mujeres del pueblo, fueran solteras o casadas. Tenía una preferencia particular por las jovencitas, a quienes sin ningún decoro cortejaba.

Esto desde luego que no gustó a gran parte de las familias cuencas. Padres, esposos o novios iban a reclamarle constantemente, disgustados por el hecho de que rompiera sus familias o compromisos.

Ganas no les faltaban de moler a golpes al cura, pero como todos eran muy respetuosos de los hábitos, tenían que contenerse de lastimarlo.

Muchos intentaron hacer que fuera removido de la casa parroquial. Lamentablemente, al mantener una amistad muy fuerte con las autoridades eclesiásticas, el padre consiguió quedarse donde estaba.

La gente, descontenta, acudía los domingos a escuchar misa por obligación y se iba a disgusto por la hipocresía del religioso.

Así pasaron los años y llegó el día en el que sacerdote murió, para gran alivio de los lugareños. Nadie acudió a su entierro. En el camposanto, el sepulturero se encargó de cavar la fosa para el ataúd, ansioso por marcharse a casa. En un momento dado, al estar bajando el féretro sin ayuda de nadie, este se precipitó bajo tierra violentamente y la tapa se abrió revelando el cuerpo del difunto.

El pobre hombre casi se muere del susto al verlo. Rápidamente dejó lo que estaba haciendo y corrió a una taberna cercana.

Dentro los clientes se mostraban de buen humor; sobre todo al saber que ya no tendrían que lidiar con el mal comportamiento del párroco. Ahí fue cuando el sepulturero los sorprendió, pálido y asustado.

—¡Jesús, María y José! ¡Lo que he visto! ¡Lo que he visto!

—Cálmate, dinos que te sucede…

—¡Acabo de ver al difunto en su ataúd! Estaba enterrando la caja cuando se abrió la tapa.

—Y bueno amigo mío, creíamos que ya estarías acostumbrado a ver este tipo de cosas en tu trabajo…

—Difuntos, claro que sí. ¡Pero nunca a ninguno al que le faltara la cabeza!

Asombrados, los presentes se dirigieron al cementerio con él para comprobar que efectivamente, al cura le faltaba la cabeza. Y al enterrador le constaba que durante el velatorio; en el que solamente él había estado, más para vigilar que por voluntad propia, el cuerpo estaba completo.

Las personas dejaron salir exclamaciones de sorpresa y miedo. Alguien se santiguó y dijo algo que a todos les heló la sangre:

—Bendito sea el Señor. Seguramente fue el demonio el que se llevó su cabeza al infierno.

 

El farol de la viuda

Se dice que tiempo atrás, en la ciudad de Cuenca, vivía una mujer muy atractiva casada con un buen hombre. Su marido era responsable y muy trabajador, pero por desgracia ella no sabía valorar estas cualidades. Estaba acostumbrada a llevar una vida desenfrenada y a tener aventuras con todos los muchachos.

Esto no se detuvo una vez que contrajo matrimonio.

Cada noche mientras su esposo volvía cansado del trabajo, ella ponía una excusa para salir a verse con su amante en turno. Con tal de que no sospechara, tomaba a su bebé en brazos y se lo llevaba con la excusa de que solo un paseo a la luz de la luna, lo calmaba para dormir mejor.

Sin embargo, tan pronto como llegaba al lugar donde la esperaba su aventura, el pequeñito se quedaba abandonado en tanto ella se abandonaba al placer. Y así transcurrían los días, sin que el ingenuo marido se atreviera a cuestionar la actitud de su esposa.

Una de aquellas noches, la mujer se abrigó como de costumbre y tomó a su bebé.

—Vuelvo enseguida, que tengo que hacer dormir al niño —y antes de que su cónyuge pudiera decirle algo, salió presurosa de la casa.

En cuanto llegó con su amante se pusieron a caminar juntos a la orilla del río Tomebamba. Ahí, el niño se resbaló de las manos de su madre y fue arrastrado por las aguas.

Desesperada al darse cuenta, la mujer cogió un farol de petróleo y comenzó a buscarlo, en vano. Pronto el río ahogó el llanto del pequeño.

Loca de dolor, volvió a casa para buscar a su marido. Cuando este se enteró de lo ocurrido, sintió tal desesperación que fue hasta el río para buscar el mismo al niño. Nadó por horas sin encontrarlo y para el amanecer había perdido la razón. Terminó quitándose la vida.

Su esposa, ahora viuda, no pudo soportar el remordimiento que sentía por la muerte de su familia. Al cabo de pocos días se había convertido en una criatura digna de lástima, que vagaba a las orillas del Tomebamba llamando a su esposo y a su bebé. Las personas la miraban con lástima y repugnancia. Tiempo después también se suicidó y aunque su nombre quedó en el olvido, su desgracia se convertiría en leyenda.

La gente de Cuenca comenzó a ver como una figura fantasmal aparecía por las noches junto el río, sosteniendo un farol espectral entre sus manos y buscando a su bebé.

Dicen que hasta hoy sigue apareciendo y no podrá descansar en paz hasta que haya purgado todos sus pecados.

Por eso le gusta castigar a los hombres y mujeres infieles, a los que sorprende con sus amantes por los mismos rumbos que ella frecuentaba. Cuando se topan con ella, nada puede salvarlos de su destino.

 

La caja ronca

Carlos y Manuel eran dos amigos que vivían en San Miguel de Ibarra, una hermosa ciudad de Ecuador. Aquella mañana se encontraban juntos cuando el padre de Carlos, le pidió de favor a su hijo que recordara regar las plantas del jardín, ya que hacía varios días que no llovía y no deseaba que se secaran. El muchacho le dijo que sí, sin prestar mucha atención.

Cuando se hizo de noche, Carlos recordó la promesa que le había hecho a su padre y tuvo miedo de salir afuera. Estaba muy oscuro y apenas se podía ver un alma.

—Oye Manuel, ¿vienes conmigo a regar las plantas? Es que no quiero salir solo —le dijo a su amigo.

—¡Menudo cobarde! Vamos pues, yo te acompaño.

Los dos amigos salieron de la casa y entraron en el jardín. De pronto, escucharon como se acercaba un eco de voces que parecían susurrar letanías, dichas en un idioma extraño. Un escalofrío les heló todos los huesos.

Rápidamente se ocultaron detrás de un árbol y observaron como aparecía ante ellos, una procesión fantasmal, formada por figuras encapuchadas que flotaban sobre el suelo, mientras portaban largas velas blancas sin luz. Detrás de estos misteriosos espectros, iba un carruaje negro, conducido por una criatura con cuerpo de humano y cuernos en la cabeza. Su boca entreabierta mostraba dos hileras de dientes afilados.

En ese instante Carlos se acordó de una leyenda que solía contarle su abuela. Se trataba de la Caja Ronca, un desfile conformado por seres fantasmales del Más Allá, que deambulaban de noche.

La escena que estaban viendo era exactamente igual a las descripciones que le había dado el anciano.

Los chicos se pusieron a temblar de miedo, incapaces de mover un músculo, ni de despegar los ojos de aquella macabra visión. En un momento dado, el carruaje se detuvo a pocos metros de distancia, justo delante de su escondite. El horrible conductor volvió la cabeza hacia ellos, como si supiera que lo estaban observando. Una carcajada profunda brotó de su garganta, inundándolos de terror.

En ese instante perdieron el conocimiento…

Volvieron en sí por la mañana, cuando ya el sol estaba en lo alto. Se miraron confundidos y palidecieron al recordar lo sucedido. Miraron sus manos y se dieron cuenta de que ahora, ellos también sostenían velas.

Sin embargo estas no estaban hechas de cera.

Eran de huesos humanos.

Al instante las soltaron, soltando un alarido de terror. Sin decir una palabra se fue cada uno a su casa y a lo largo de la semana, de ahí no quisieron volver a salir.

Carlos y Manuel nunca olvidarían lo que habían visto esa noche. Con el tiempo se curaron del susto, pero no dejaron de contar aquella historia a sus hijos y nietos, advirtiéndoles que jamás debían salir muy tarde si no querían toparse con la Caja Ronca.

 

El padre Almeida

El padre Almeida era cura en uno de los pueblecitos más típicos de Ecuador, hace bastantes años. Siempre daba sus sermones a tiempo y a los feligreses ofrecía un buen consejo cuando necesitaban ayuda. No obstante era bien sabido que el pobre tenía un grave problema: se daba demasiado a la bebida. Y aunque él mismo se decía que no era para tanto, que todos podían darse un gusto de vez en cuando, en su caso el licor le estaba afectando demasiado.

Almeida tenía una manera muy peculiar de escaparse de la iglesia para ir a la taberna por su aguardiente. Primero subía a la torre más alta del templo, ahí se paraba sobre una figura de Cristo crucificado para alcanzar la ventana y entonces, se colgaba de ahí y saltaba hasta el suelo.

Él sabía en el fondo, que lo que hacía no solo era terrible para sí mismo, sino un pecado contra el propio Jesús. Más no podía evitar comportarse como un bribón cuando la sed se apoderaba de él.

Una de aquellas noches, el padre Almeida estaba a punto de salir por el ventanal, con un pie apoyado sobre el hombro del Cristo, cuando escuchó una voz extraña que le hablaba a sus espaldas.

—¿Cuándo será la última vez que hagas esto, padre Almeida?

El sacerdote miró un poco del encima del hombro y vio ante él, a un hombre desconocido, vestido de manera impecable pero enfermizamente pálido. Sus ojos, negros y apagados, parecían los de un muerto.

Creyendo que su imaginación le estaba jugando en contra, le quitó importancia y le respondió:

—Hasta que me den ganas de beber otro trago.

Y saltó por la ventana.

Esa noche la pasó muy bien en la taberna, como de costumbre. Cantó con los parroquianos, bebió hasta hartarse y hasta les dio la indulgencia por algunos pecados, de los que no se acordaría a la mañana siguiente.

De madrugada salió del tugurio, tambaleándose por lo bebido que estaba. Iba dando tumbos por la calle y balbuceando, cuando de pronto, se dio de bruces contra un par de hombres que transportaban un pesado ataúd. Este cayó al suelo con tal brusquedad, que la tapa se abrió y el cuerpo que iba dentro rodó por la calle, quedando boca arriba.

Almeida, atontado, se levantó y miró a los desconocidos con vergüenza.

—Ustedes disculpen… —se interrumpió e hizo una mueca de horror al fijarse en el cadáver que iba en el féretro.

¡Era el mismo que le había hablado antes de salir de la iglesia! El cura se quedó tan espantado, que la borrachera se le quitó al instante.

Desde ese día, se hizo el propósito de no volver a tomar en su vida, delante del Cristo crucificado de la parroquia. Dicen que en su rostro se dibujó una sonrisa, pues sabía que su oveja descarriada estaba de vuelta en el rebaño.

 

El come muerto

Don Roberto era uno de los hombres más acaudalados de la ciudad de Guayaquil, hace varios años, quizá quince o veinte. Pese a su buena posición económica, el pobre no había podido hacer nada por salvar a su padre, que hacía mucho que padecía del corazón y sentía que estaba muriéndose. Con gran dolor, la familia veló al anciano y tal como había sido su última voluntad, lo hicieron enterrar con el costoso anillo de oro que siempre había llevado en vida.

Fue por eso que días después, se quedó estupefacto al pasar por una casa de empeños y ver que la misma joya se encontraba expuesta en el escaparate, como si nunca la hubieran puesto en la tumba.

El bebé que regresó de su tumba

—No puede ser —murmuró Roberto, ingresando de inmediato para asegurarse de lo que sus ojos veían.

El anillo era de oro puro y llevaba grabadas las iniciales de su padre. No cabía duda, era el mismo.

Pálido, salió de la tienda ignorando al vendedor que se lo había mostrado minutos antes. Se sentía enojado y confundido.

Poco tiempo después doña Adriana, otra mujer de la clase alta, se llevó un susto similar tras haberse enfrentado a la muerte repentina de su hija. La pobre muchacha había fallecido en un accidente, pocos días antes de su vida, dejando a sus seres queridos destrozados. Por eso la habían enterrado con el vestido de novia que tanto había querido usar para ese momento esperado. Una prenda fina, llena de encajes franceses y por la que habían pagado una pequeña fortuna.

Apenas un par de días después del entierro, doña Adriana pasó por otro local del centro, cerca de la casa de empeños y palideció. El vestido de su hija se hallaba a la venta. No le cabía ninguna duda de que se trataba del mismo.

Durante los meses sucesivos, varios miembros de la clase acaudalada de Guayaquil se llevaron desagradables sorpresas, al corroborar que las pertenencias con las que habían enterrado a sus difuntos, aparecían inexplicablemente en las tiendas del centro, a la venta y para colmo, malbaratadas. Tenía que haber una explicación para tan macabras coincidencias.

¿Es qué los muertos se habían levantado de su tumba? ¿O alguien se había atrevido a interrumpir su descanso?

Rápidamente, las demandas contra el cementerio se acumularon hasta que a las autoridades no les quedó más remedio que investigar. Y entonces, una noche lúgubre dieron con el culpable: se trataba de un hombre sin escrúpulos, de apariencia siniestra, que aprovechaba la oscuridad para desenterrar a los difuntos y profanar sus tumbas. Obviamente, solo lo hacía con las más caras y lujosas. Los objetos como joyas, relojes y prendas que sustraía, los vendía a los comerciantes del centro para que pudieran rematarlas en sus tiendas, sin que sospecharan del oscuro origen de aquellas mercancías. O quizá, preferían hacerse de la vista gorda.

El come muerto, como bautizaron los medios a aquel individuo, fue debidamente arrestado y encarcelado.

 

La Condesa de Loma Grande

Son muchas las leyendas oscuras que giran en torno a Quito, la amena capital de Ecuador que ha sido testigo de un montón de hechos sobrenaturales. Aunque tal vez la más trágica y espeluznante sea la de la Condesa de la Loma Grande, una mujer que se cuenta, vivió hace muchísimos años en el centro de la ciudad, en medio de los años de 1880 y 1890.

En aquel tiempo era muy común que los hombres se tomaran todo tipo de molestias para cortejar a las mujeres, pues no era común que ellas salieran de casa para divertirse solas.

La condesa era una clara excepción a la regla.

Ella era una joven hermosísima y muy rica, que disfrutaba acudiendo a los bares del Centro Histórico las noches de los viernes para llamar la atención de los hombres. Algo que funcionaba de maravilla, pues más de un caballero se disputó sus favores, a veces con más violencia de la necesaria.

Todos sabían que la muchacha habitaba en un caserón elegante, con amplios muros que lo resguardaban de las miradas ajenas. Esta residencia, conocida como la Villa Encantada de Loma Grande, sigue estando de pie hoy en día y ha llamado poderosamente la atención de decenas de personas. Se dice que desde el interior surgen ruidos inexplicables y hay objetos que cambian misteriosamente de lugar.

Pero volvamos a la historia que ha dado origen a estos fenómenos tan escalofriantes.

La Condesa de Loma Grande era muy popular entre los hombres y no tenía reparo en invitarlos a entrar en su casa; algo que ninguna señorita de buena familia en aquella época, habría hecho sin el consentimiento de sus padres. Era muy conveniente que ella solo tuviera la compañía de sus criados.

Tiempo después se hizo demasiado evidente que todos los galanes que la cortejaban, desaparecían sin dejar rastro, algo que puso en alerta a las autoridades de Quito.

Dándose cuenta de que estaban a punto de arrestarla como principal sospechosa, la joven hizo sus maletas y se marchó de Loma Grande en medio de la noche, para más nunca regresar. Nadie sabía adonde había ido. Lo que sí hizo la policía, tan pronto como se dio cuenta de su fuga, fue entrar por la fuerza en la propiedad para registrar todas sus habitaciones.

En ninguna de ellas había rastro de los amantes de la condesa.

Justo estaban por darse por vencidos, cuando a alguien se le ocurrió registrar el jardín. Allí, tras cavar en medio del césped, se descubrieron los restos de varios hombres que habían sido asesinados de manera brutal, todos ellos pretendientes de la condesa.

Desde entonces se cree que, aunque los cuerpos fueron retirados para regalarles un sepulcro digno, sus almas se quedaron atrapadas entre las paredes de Loma Grande. Varios han sido los residentes que llegan a vivir a la mansión, solo para marcharse al no soportar los macabros ruidos, sombre y movimientos inexplicables que aquí tienen lugar.

Ahora se encuentra deshabitada y tal vez permanezca así por un largo tiempo, hasta que encuentren la paz que necesitan.

 

La bella Aurora

Se dice que, en aquel tiempo, vivía en Quito una joven hermosísima, de nombre Aurora, a quien todos conocían por su belleza. Ella era hija de una familia muy adinerada, pues sus padres eran personas importantes dentro de la alta sociedad.

A pesar de ser una muchacha de orígenes envidiables y poseer un gran atractivo, a diferencia de las chicas de su edad, Aurora no había querido casarse con nadie. A todos los jóvenes que llegaban para pedir su mano los despreciaba sin más.

Muchas veces, su familia le aconsejó que se casara con un muchacho rico, aunque fuera tan solo para mejorar su posición, pero ella siempre se negó a saber nada del tema.

Nadie tenía idea a que se debía esta aversión al matrimonio. Pero Aurora era feliz y eso era lo único que interesaba a sus padres.

Un domingo por la mañana, Aurora se arregló como de costumbre y caminó rumbo a la plaza de la Independencia, en la cual se estaba celebrando una tradicional corrida de toros. Allí, ocupó su lugar habitual y disfrutó de la fiesta brava, hasta que soltaron a un enorme toro negro. El animal era imponente y aterrador, con sus grandes ojos inyectados en sangre y aquel vapor que salía por su nariz, cada vez que resoplaba con enfado.

Aurora vio como la bestia corría hasta la tribuna en donde ella estaba sentada y la miraba fijamente, con una expresión que la puso a temblar de pies a cabeza y provocó que se desmayara.

Sus padres, muy asustados por su reacción, la llevaron a cada mientras en la plaza intentaban contener al toro.

Un doctor revisó a Aurora y tras determinar que solo había sido la emoción del momento, recomendó a sus padres que la dejaran descansar. La muchacha fue dejada en su dormitorio, durmiendo. Un par de horas más tarde, la joven se despertó en medio de la oscuridad y a lo lejos, escuchó un sonido terrible. El toro negro mugía lleno de furia y ahora corría hasta su hogar.

De un momento a otro, la pared de su dormitorio fue destrozada y allí apareció él, grande y terrible como el mismo diablo. De algún modo había logrado seguir su rastro desde la plaza. Aurora gritó llena de horror, pero nadie pudo acudir en su auxilio.

Allí mismo, el toro la embistió con rabia y la muchacha quedó tendida en el suelo, herida de gravedad.

Por la mañana, cuando sus padres acudieron a ver como se encontraba, sintieron terror al ver la escena que se levantaba ante sus ojos. Su hija estaba pálida y sin vida, y cada una de sus pertenencias había sido destrozada. Pero del toro no había ni rastro.

Nunca nadie pudo explicar lo que había sucedido, ni porque la bestia se había ensañado con la bella Aurora.

 

La viuda del tamarindo

La Clínica Guayaquil es una institución muy conocida en la bella ciudad del mismo nombre, dentro de Ecuador. Pero dicho lugar no fue siempre el hospital más importante de la urbe. Mucho tiempo atrás se levantaba en el mismo terreno una quinta conocida como Pareja, muy próspera en la época de la colonia. Pertenecía a un hacendado muy rico y de intachable reputación.

En el patio interior de su propiedad crecía un frondoso tamarindo, el cual era su árbol favorito por la abundante sombra que brindaba y las deliciosos frutos que surgían de él.

Este hombre, además de poseer una fortuna inmensa y cuantiosas tierras, tenía una esposa muy joven y bella. Pero las malas lenguas decían que la muchacha se había casado con él por puro interés. Estos rumores cobraron fuerza luego de la muerte del hacendado, la cual se dio de manera inesperada y en circunstancias bastante misteriosas.

Desde entonces, la viuda se dedicó a disfrutar de su herencia, despilfarrando cuanto tenía y sin preocuparse por guardar el luto debido por su marido. Pero ya le reservaría el destino un amargo final como castigo a las malas acciones que había cometido en vida.

Meses después, la hermosa viuda tenía un accidente en la finca que la dejó tan tiesa como a su difunto esposo. Y esta vez, no hubo demasiadas lágrimas durante el entierro.

El tiempo pasó.

Una noche lúgubre, dos trabajadores de Pareja entraron en el patio del tamarindo y divisaron a una muchacha bellísima, toda vestida de negro, que paseaba despreocupadamente en el interior. Ellos, hipnotizados por su hermosura sobrenatural, se acercaron apenas les hizo una seña para que la siguieran.

Fueron tras ella hasta quedar de pie bajo el tamarindo y cuando la vieron darse la vuelta… ¡el horror!

Frente a ambos no se encontraba ninguna doncella preciosa, sino una calavera que les sonreía con malicia, las cuencas de sus ojos vacíos y una hendidura en la nariz que resultaba grotesca. La aparición soltó una risa espectral y los trabajadores, muertos del miedo, cayeron al suelo en medio de convulsiones, expulsando espumarajos por la boca hasta que quedaron tiesos.

A partir de entonces, la desgracia y el miedo se apoderaron de la hacienda.

Poco a poco, la gente fue abandonando la finca Pareja, alegando ver la silueta de una dama desconocida que se paseaba por los alrededores.Para entonces, ya todos estaban al tanto de que acercarse a ella sería su perdición.

Los años siguieron pasando, hasta que la propiedad quedó completamente abandonada. La ciudad creció y las calles se cubrieron de asfalto. Numerosas casas y edificios se levantaron alrededor, y la otrora hacienda Pareja se convirtió en uno de los hospitales más reputados de la zona. Pero no por eso murió la leyenda.

Dicen que aun hoy en día, si uno presta la suficiente atención en las noches, se ve la figura esbelta de una muchacha paseando por el hospital.

Lo mejor es mantenerse alejado, pues su presencia anuncia la desgracia.

 

María Angula

María Angula era una niña muy chismosa a la que le encantaba causar líos en su pueblo. Todos desconfiaban de ella porque siempre mentía y llevaba discordia entre los vecinos, inventándose falsos rumores y haciendo que los unos se enfadaran con los otros. Pasaba tanto tiempo creando chismes, que nunca ayudaba en las tareas de la casa y jamás aprendió a cocinar.

Fue por eso que al crecer y casarse, se dio cuenta de que estaba metida en problemas. Manuel, su marido, esperaba que todas las noches al llegar del trabajo le tuviera preparada una cena muy sabrosa. Y María Angula se moría de la vergüenza al no saber ni poner a hervir agua.

Entonces se acordó de que Doña Mercedes, su vecina, era una estupenda cocinera y se le ocurrió que ella podía ayudarle.

Esa mañana se acercó a su casa para preguntarle como preparar un caldo de menudencias.

—Pues es muy fácil —dijo Doña Mercedes—, simplemente tienes que cocer las menudencias en agua hirviendo. Luego añades un poco de tomate al caldo para que le de color y añades un pan mojado en leche. Queda muy sabroso.

—Ah —dijo María Angula—, ¿nada más eso? ¡Si así se hace, yo también sabía!

Y se marchó a su casa a preparar el caldo, que aquella noche su marido se comió con gusto.

Al día siguiente se repitió la misma historia, y al siguiente también, y al que siguió después de ese. Todos los días sin excepción, María Angula importunaba a Doña Mercedes para que le dijera como hacer platillos que ella no sabía preparar. Lo que más le molestaba a la cocinera era que nunca le daba las gracias, siempre salía con el cuento de que ya sabía como hacerlo y era muy fácil.

Por eso un día, cuando María Angula le preguntó como hacer un estofado de tripas, Doña Mercedes le jugó una macabra broma:

—Debes ir al cementerio y buscar al último muerto del día, y abrirle el estómago con un cuchillo para sacarle las tripas. En casa, vas a cocerlas con agua, sal y cebollas, dejas el caldo hirviendo, sazonas con un poquito de cacahuate y listo. Es el plato más suculento de todos.

—Ah, ¿nada más eso? ¡Si así se hace, yo también sabía!

Y María Angula, tonta como era, se fue directo al cementerio a robarle las tripas al cadáver más fresco de la jornada. De vuelta en casa cocinó el escalofriante estofado que su marido devoró chupándose los dedos.

Aquella noche, mientras ambos dormían, un frío intenso se metió por la ventana y María Angula escuchó un grito lastimero:

—¡María Angula, devuélveme las tripas que me robasteeeee!

Cuando María Angula miró asustada hacia la puerta de su habitación, vio al difunto con el estómago vacío y una expresión fantasmal en su rostro. Trató de ocultarse bajo las sábanas, solo para sentir unas manos frías que la cogían por los tobillos y la arrastraban lejos.

Cuando Manuel despertó no encontró a su esposa. Nunca más se la volvió a ver en el pueblo.

 

Información tomada de https://miscuentosdeterror.com/paises/cuentos-de-terror-de-ecuador/.