La zarevna muerta y los siete guerreros
Alexander Pushkin
El zar se despidió de la zarina. Emprendía un largo viaje. La zarina se sentó junto a la ventana a esperar el regreso de su amado esposo. Así pasaban todos los días.
Se cansaron sus ojos de tanto mirar. Solo veía caer la nieve sobre la blanca llanura. Transcurrieron nueve meses. La víspera de Navidad, Dios le concedió una hija. Por fin, en la mañana del mismo día llegó el zar, el viajero tan esperado día y noche. Le miró la zarina y fue tanta su emoción que, dando un suspiro, murió.
Durante mucho tiempo el zar estuvo inconsolable.
¿Qué iba a hacer? Después de todo, solo era un hombre. Transcurrió un año tan rápido como un sueño pasajero. Entonces el rey volvió a casarse. A decir verdad, la novia se parecía muchísimo a la zarina. Era alta y delgada, muy blanca, muy inteligente, y poseía valiosas cualidades. Por desgracia, sin embargo, era vana, caprichosa y envidiosa.
Como regalo de bodas, recibió un espejito que poseía el don de la palabra. La zarina solo estaba amable y alegre cuando hablaba con el espejo. Bromeaba con él, y se sentía de buen humor. Solía decirle:
—Luz de mis ojos, dime toda la verdad. ¿No soy, acaso, la más bella, la más gentil y la más encantadora del mundo?
—Por supuesto, zarina –contestaba el espejo–. Eres la más bella, la más gentil y la más encantadora del mundo.
La zarina se echaba a reír, empezaba a mover los hombros, a contonearse y chasqueaba los dedos. Luego, con las manos puestas en las caderas, daba vueltas en torno del espejo, admirando su propia imagen.
Mientras tanto la hija del zar crecía y florecía. Era blanca como la nieve. Sus cejas eran negras. Era encantadora. El príncipe Elissei envió un mensajero para pedir su mano. El zar dio su consentimiento y se preparó la dote: siete ciudades comerciales y ciento cuarenta palacios.
El día antes de la boda, la zarina, mientras se vestía, se miró en el espejo y le preguntó:
—¿No soy, acaso, la más bella, la más gentil y la más encantadora del mundo?
—Por supuesto que eres bella –repuso el espejo–, pero la más bella, la más gentil y la más encantadora del mundo es la princesa.
La zarina, indignada, levantó la mano y golpeó el espejo y lo pisoteó.
—¡No eres más que un miserable pedazo de vidrio! –gritó–. Mientes únicamente para humillarme. ¿Cómo puede compararse conmigo la hija del zar? Yo la pondré en su sitio. ¿No sabe, acaso, que si es tan blanca es porque su madre, durante todo el embarazo, no dejó de mirar la nieve? Dime, ¿cómo es posible que la compares conmigo? Créeme, yo soy la más hermosa. Busca por todo el reino, busca en todo el universo, y no encontrarás una mujer semejante a mí. ¿Acaso no es cierto?
—Sin embargo –repuso el espejo–, la zarevna es la más hermosa, la más gentil y la más encantadora de todas las mujeres.
Rabiando de celos, la zarina arrojó el espejo al suelo. Llamó a su doncella Cherniavka y le ordenó que llevase a la princesa al bosque, que la atara a un árbol y que la dejara allí para que se la comiesen los lobos.
Ni el propio demonio podría hacer frente a la ira de aquella mujer. Era inútil. Cherniavka llevó a la princesa al bosque y la espesura salvaje hizo que la pobre princesa adivinase su destino.
—Amiga mía, dime, ¿qué he hecho yo? –decía aterrorizada, gimiendo, a la sirvienta–. ¡No me dejes morir! Cuando sea zarina te recompensaré con esplendidez.
Cherniavka, que quería mucho a la zarevna, no la ató al árbol, sino que la dejó libre, diciéndole:
—¡No te preocupes y que Dios te proteja!
Cherniavka regresó a palacio.
—¿Dónde está la princesa? –le preguntó la zarina.
—Se ha quedado sola en lo más profundo del bosque –respondió–. Permanece atada a un árbol. Cuando los lobos feroces la encuentren, no sufrirá mucho.
Pronto corrió la voz de que la zarevna había desaparecido. El zar derramó abundantes lágrimas. El príncipe Elissei rogó fervientemente a Dios que lo ayudara, y emprendió el camino en busca de su amada prometida.
Al anochecer del siguiente día, cuando trataba de abrirse camino en el bosque, la zarevna llegó a una casita. Un perro que había allí empezó a ladrar, pero cesó en cuanto la vio de cerca. Ella empujó la puerta de la casa y se encontró en un patio. El perro la seguía, meneando la cola y acariciándola.
La zarevna abrió otra puerta que conducía a una gran estancia, con una estufa de azulejos, una mesa de roble y varios bancos cubiertos de tapices. Había sagrados íconos en las paredes. La desventurada joven comprendió enseguida que allí vivía gente buena y que estaría a salvo. Pero ¿por qué estaba la casa vacía?
Recorrió toda la casa, poniendo todo en orden. Luego encendió un cirio ante la imagen del Señor. También encendió la estufa. Y se acostó bajo techado.
Se acercaba la hora de comer. Se oyó un ruido de pisadas de caballo en el patio. Siete aguerridos caballeros que lucían grandes bigotes entraron en la casa. El mayor de ellos dijo:
—¡Qué maravilloso! ¡Qué limpio está todo y qué ordenado! ¿Quién habrá estado aquí mientras estábamos fuera? Sal de tu escondite y serás nuestro amigo. ¡Oh, cuidadoso extranjero! ¡Si eres mayor, serás nuestro tío; si eres un joven, serás nuestro hermano! ¡Si eres una anciana, serás nuestra madre! ¡Y si eres una joven, serás nuestra hermana!
La zarevna bajó, entonces, de su lecho. Saludó cortésmente a los siete guerreros y, ruborizándose, les pidió perdón por haber entrado sin su permiso.
Los siete guerreros adivinaron que era una zarevna. La invitaron a sentarse en el sitio de honor, bajo los íconos. Luego le ofrecieron un pastel y un vaso de vino. Ella se negó a beber vino, pero partió un trozo de pastel. Como estaba muy cansada, les pidió permiso para irse a dormir. Los guerreros la condujeron al piso superior y le dieron una hermosa habitación y la dejaron sola, porque estaba medio dormida.
El tiempo transcurría. La zarevna seguía viviendo en la casa de los siete guerreros, donde nunca se aburría. Por la mañana, al rayar el día, los siete hermanos salían alegremente a cazar patos. Algunas veces cortaban de un tajo con su espada la cabeza de un tártaro y otras veces perseguían a través del bosque a algunos circasianos de Piatigorsk.
Como buena ama de casa, la zarevna nunca abandonaba el hogar. Cuidaba de todo. Lo preparaba todo. Los siete guerreros aprobaban lo que hacía. Y el tiempo transcurría así.
Entretanto, los siete guerreros se habían enamorado de la joven. Un día, al atardecer, comparecieron en su habitación. Haciendo una inclinación, el mayor le dijo:
—Como bien sabes, encantadora doncella, te consideramos como nuestra hermana. Somos siete y todos estamos enamorados de ti. Cada uno de nosotros sería feliz si pudiese casarse contigo. Pero como esto no puede ser, en el nombre de Dios, te pedimos que escojas. ¡Sé la prometida de uno de nosotros! ¡Sé la hermana de los demás! ¿Por qué mueves la cabeza? ¿Por qué te niegas a hacerlo? ¿Es que la mercancía desagrada al comprador?
—¡Nobles caballeros! –respondió–. ¡Hermanos míos, que Dios me castigue si miento! ¡No puedo complaceros! ¡Ya estoy comprometida! No puedo escoger entre vosotros. A mis ojos, todos sois valerosos e inteligentes. Os quiero mucho a todos. Pero estoy prometida para siempre a otro. Pertenezco al príncipe Elissei, al que amo más que a nadie en el mundo.
Los siete hermanos permanecieron silenciosos. Se rascaron la cabeza embarazados. El mayor, inclinándose, dijo:
—Expresar un deseo no es un pecado. Dada la situación, ya no se hable más del asunto.
—Os agradezco mucho todo –respondió amablemente la princesa–. No puedo aceptar vuestro ofrecimiento, no me guardéis ningún resentimiento.
Los siete caballeros abandonaron la estancia en silencio. La armonía volvió a reinar, como antes, en la casita.
Mientras tanto, la malvada zarina seguía pensando en la zarevna. No podía perdonarla. Estaba enojada con el espejo, y a menudo lo insultaba. Pero un buen día decidió volver a consultarlo. Lo cogió y, poniéndoselo delante del rostro, le preguntó con una sonrisa:
—¡Espejito, yo te saludo! Dime la verdad. ¿No soy yo, acaso, la más hermosa, la más gentil y la más encantadora del mundo?
—Por supuesto que eres bella –repuso el espejo–, pero aquella que vive oculta en el tupido bosque, en casa de los siete guerreros, es aún más bella que tú.
La zarina se puso furiosa con Cherniavka.
—¿Cómo te has atrevido a desobedecerme? ¡Cuéntamelo todo!
Y la sirvienta lo confesó todo. Entonces la zarina la amenazó con un terrible castigo si no encontraba el modo de hacer desaparecer a la zarevna de una vez.
Un día, estaba la zarevna hilando junto a la ventana, y esperaba el regreso de sus queridos hermanos.
De pronto, el perro se puso a ladrar. Una mendiga, que atravesaba el patio, intentaba alejar al animal con su bastón.
—¡Espera, abuela, espera! –gritó la zarevna–. Yo alejaré al perro y de paso te daré algo.
—¡Oh, hija mía, ha estado a punto de comerme viva! –gimió la vieja–. Estoy agotada de luchar con él. ¡Míralo, míralo! ¡Vuelve a atacarme! ¡Ven pronto!
La joven se apresuró a ir junto a ella, pero apenas cruzó el umbral el perro se acercó a ella y le impidió avanzar.
La mendiga trató de acercarse a la zarevna. El perro, más feroz que antes, detuvo sus pasos.
—¡Qué raro es esto! –dijo la joven–. Debe de haber dormido mal.
Echó un pedazo de pan a la vieja, diciendo:
—¡Toma!
—Gracias –dijo la vieja mendiga–. ¡Que Dios te bendiga! Toma esta manzana, ¿quieres?
Le tiró una manzana de oro a la princesa. El perro empezó a ladrar. La zarevna dio vueltas varias veces en su mano a la manzana de oro.
—Puedes comértela, si quieres, hermosa mía –le gritó la vieja–. Y gracias por el pan.
Al decir esto, desapareció. El perro miró inquieto a la joven. Se puso a gemir. Parecía decirle:
—¡Tira esa manzana, tírala!
Ella acarició al perro suavemente.
—Ven, Sokolka –dijo–. Échate aquí.
Y regresó a su estancia para esperar a sus hermanos. Miraba de vez en cuando la manzana que tenía a su lado. Estaba madura y jugosa. Era dorada y fragante. Era tan transparente que podían verse las pepitas, porque su piel parecía un ala de mariposa.
La zarevna no quería comerse la manzana antes del almuerzo, pero no pudo resistir la tentación y se la llevó a los labios y la mordió. Acto seguido se desvaneció, sin vida. La manzana rodó por el suelo.
Su cabeza descansaba en el banco, bajo los íconos.
La joven estaba como muerta.
Los siete guerreros estaban de regreso a la casa después de una de sus audaces campañas y vieron al perrito, que corrió hacia ellos ladrando furiosamente.
—Es un mal augurio –pensaron–. Algo malo ha sucedido.
Subieron a la estancia. ¡Allí gimieron y todo fueron lloros! El perro mordió la manzana y cayó muerto.
Los siete guerreros, sumidos en la más profunda tristeza, rodearon a la zarevna muerta. Recitaron una oración, levantaron a su hermana y empezaron a vestirla para el entierro. De pronto, cambiaron de opinión, pues su rostro estaba tranquilo. Parecía como si estuviera en los brazos protectores del sueño. Pero no respiraba.
Esperaron tres días. No se despertó. Y entonces decidieron poner a la zarevna en un ataúd de cristal. La transportaron a hombros a media noche a lo más alto de una montaña, a una cueva, y allí la dejaron.
Tomaron la precaución de atar el ataúd con cadenas a seis fuertes columnas. Hecho esto, descubrieron sus cabezas y el mayor dijo:
—Duerme, hermanita. Has sido víctima de una cobarde trama. Tu belleza se habrá extinguido en la tierra, pero en el cielo tu alma continuará siendo hermosa. Seguimos queriéndote. Continuarás siendo de tu prometido. Ahora solo la muerte te posee.
Aquel mismo día la malvada zarina estaba en espera de buenas noticias. Sacó el espejo y le preguntó:
—¿No soy, acaso, la más hermosa, la más gentil y la más encantadora del mundo?
—Sí –respondió el espejo–, eres la más hermosa, la más gentil y la más encantadora del mundo.
El príncipe Elissei recorrió el mundo en busca de su prometida. Pero no la encontraba. Lloraba y preguntaba a todos los que veía si sabían dónde estaba. Algunos encontraban extrañas sus preguntas. Otros pocos se reían. Algunos le volvían la espalda.
Finalmente se dirigió al sol.
—¡Oh, sol! –exclamó–, tú que cruzas el cielo, que haces que la primavera siga al invierno, tú que nos ves a todos, ¿quieres darme una respuesta? ¿Quieres decirme si has visto a la zarevna que busco? Yo soy su prometido.
—Amigo mío –respondió el sol–. No he visto a la zarevna que buscas. Quizás se haya muerto. Quizás la luna, mi vecina, la haya visto.
Elissei esperó a que llegase la noche. Por fin apareció la luna en el cielo.
—¡Oh, luna, amiga mía! –exclamó–, compañera de las estrellas, ¿puedes darme una respuesta? Estoy buscando a mi prometida. ¿La has visto?
—Hermano mío –respondió la luna–. No la he visto. De todos modos, yo no estoy siempre en el firmamento. Quizá tu prometida está tan pálida que no la puedo ver…
—¡Ay de mí! –murmuró el príncipe.
La luna habló de nuevo.
—Pregunta al viento. ¿Quién sabe? Él tal vez podrá contestarte. Ten valor. ¡Adiós!
Elissei gritó al viento:
—¡Oh tú, que eres tan fuerte, tú que puedes domar las nubes e irritar el mar, tú que solo temes a Dios…! Dime, ¿has visto a mi amada zarevna? Yo soy su prometido.
—Escucha –respondió el viento–. Allá lejos, más lejos de aquel río apacible, encontrarás una montaña. Sobre la montaña hay una cueva oscura. Dentro de la cueva hay un ataúd de cristal, rodeado de columnas. Allí está encadenado el ataúd de tu prometida.
El viento se alejó veloz y el príncipe volvió a cabalgar, sollozando. Se encaminó directamente a la montaña que describió el viento. Cuando la vio, subió apresuradamente. Llegó a la entrada de la cueva. Le fallaba el valor, pero pronto se rehízo. Se encaminó a través de la oscuridad de la cueva. ¡De pronto vio la sombra del ataúd de cristal y la faz radiante de la zarevna! Tropezó con el ataúd y rompió el cristal. La joven se despertó. Miró en torno suyo y dijo con un suspiro:
—He dormido mucho tiempo.
Se enderezó y descendió del ataúd. Ambos se abrazaron llorando.
Elissei cogió en brazos a su amada y la sacó a la luz del sol. ¿Qué creéis que se dijeron el uno al otro?
La buena nueva voló como el fuego.
—¡La hija del zar no ha muerto!
La malvada zarina estaba sentada frente al espejo y repitió su pregunta:
—¿No soy yo, acaso, la más hermosa, la más gentil y la más encantadora del mundo?
—Por supuesto que eres bella –respondió el espejo–, pero la zarevna es aún más hermosa que tú.
Entonces rompió el espejo, lo tiró al suelo y se precipitó hacia la puerta, que en aquel preciso instante se había abierto. Vio a la zarevna y cayó muerta de rabia.
La boda de Elissei y de la zarevna se celebró inmediatamente después del funeral de la zarina muerta, y celebraron el festín más grande del mundo. Yo estuve allí, me ofrecieron cerveza, vino e hidromiel, bebí, y se me mojaron los bigotes.