El castigo de los hombres

Mito guaraní, Uruguay

Isapí era la hija del jefe de la tribu guaraní. Era la joven más hermosa que recordaran las selvas y los páramos. Venían a admirarla y a ofrecerle matrimonio los más valerosos guerreros. Pero ella no podía amar porque tenía el corazón duro y frío.

Isapí no compadecía a nadie. Nunca, en toda su vida, se asomó una lágrima en sus ojos azabaches. Por eso la llamaban «la que nunca llora».

El pueblo guaraní sufrió las más terribles desgracias. Cierta vez el río Uruguay creció y se desbordó, inundándolo todo y arrancando las viviendas del suelo. Toda la tribu levantaba al cielo sus plegarias y sus llantos, pero la joven Isapí no lloraba. Su mirada era indiferente al dolor de los suyos.

En una guerra sostenida contra otros pueblos, la tribu tuvo que huir y dispersarse por la selva, disminuida a un puñado de combatientes y unas pocas mujeres. El lamento de todos inspiraba lástima, pero los ojos de Isapí permanecían secos.

Entonces los guaraníes empezaron a creer que ella era la causa de sus males. La hechicera de la tribu aseguró que los dioses enviaban aquellas desgracias para tratar de conmover a la joven. Haciendo uso de sus amuletos y de sus artes, invocó a los espíritus para obtener consejo. Finalmente pronunció la sentencia:

Para que cesen las calamidades y desgracias de nuestra gente, es necesario que los dioses vean las lágrimas de Isapí.

Pero ¿cómo lograr que la joven de corazón de piedra llorara? ¿Cómo sacarle las lágrimas si no era capaz de conmoverse con nada? Decidieron poner a prueba su sensibilidad y tratar de arrancarle algunas lágrimas de piedad.

Cierto día, Isapí caminaba por un sendero cuando se encontró con una anciana débil y enferma que le imploró que le recogiese algunas ramas secas para avivar el fuego de su choza y no morir de frío. La hija del cacique la miró con indolencia y siguió su camino...

No había andado muchos pasos cuando se cruzó con una mujer que cargaba a un niño pequeño y lloraba sin consuelo. Con voz temblorosa le explicó que su hijo estaba muriendo y le suplicó que la ayudara. Isapí conocía muy bien la selva, y hubiera podido encontrar las plantas que alejan a la muer-te, pero no se inmutó ante el dolor de la madre y siguió imperturbable su camino.

Nada conmueve a Isapí. Es necesario que sienta el dolor en ella misma –opinó la tribu.

Poco había avanzado cuando una fuerza misteriosa la obligó a detenerse. A sus espaldas, la hechicera invocaba a los espíritus de la selva.

¡Añá, haz que esta fría mujer, que no se ha compadecido de una anciana ni de una madre, no sea nunca ni madre ni anciana! ¡Añá, haz que este corazón de piedra, que no ha llorado nunca, viva eternamente llorando! ¡Añá, y haz que esta mujer, que por no llorar es causa de tanto mal, viva por siempre haciendo el bien a los demás con su llanto!

Desde que la hechicera comenzó su conjuro, Isapí se fue transformando poco a poco. Los pies se le hundieron en la tierra, con forma de raíces. Su cuerpo se endureció y se tornó leñoso. Sus espesos cabellos se volvieron ramas y hojas... La hermosa Isapí se había convertido en un árbol.

Desde entonces, crece en las selvas el árbol isapí, que desprende de sus hojas un rocío fino y agradable y refresca el entorno... Cuando los hombres llegan agotados por la furia de los rayos del sol, resulta muy gratificante descansar bajo la fresca protección de su follaje.

La princesa Isapí, que nunca lloró, se convirtió en el árbol que llora eternamente para favorecer a los demás con sus lágrimas.

Tomado de Al principio todo era magia (2018), Andarele Casa Editorial.